viernes, 30 de octubre de 2009

El Otoño, doblemente armado

¿Es cierto que la vida está en otra parte? Si afirmativo, ¿Alguien me puede aclarar dónde? ¿En N.Y., donde se encuentra M.? ¿Quizá en Cambridge, donde todavía estará dando clase W.? ¿O puede que en Schwabach, lugar de residencia de B.? ¿Y por qué no en Sao Paulo -faz favor-, donde seguirá L.C., con sus músicas? Aunque igual es todo más sencillo y ahí está, aguardando en Puerto Hurraco.

Llega el otoño (quien lo diría, con estos días azules y este sol de la madurez) y vuelven las viejas preguntas. Si me leyera el maestro A., me aconsejaría que me dejara de monsergas (qué rayos querrá decir monsergas) y me dedicara a vivir en plenitud este momento. Y luego el siguiente, y así sucesivamente.

En El bandido doblemente armado hay libros en oferta: parece que cierran la parte de librería y dejan la zona de cafés/copas/encuentros. Hasta allí me acerqué, disfruté de un par de gin-tonys con C. y sus amigos, y me fui a husmear el material. Compré uno de Tobias Wolff y otro titulado Nosotros, los solitarios, quince o veinte relatos de otros tantos autores editados en Pretextos. Resultó curioso ver hermanados -pues uno seguía al otro- el relato de Trapiello y el de Vila-Matas, siendo dos escritores que en la vida real se desprecian más que cordialmente. Una lectura posible del libro -ya que las otras han resultado perfectamente prescindibles- sería que el bueno de Borrás hubiera escrito con su libro-homenaje un relato simbólico y sin palabras sobre la paz, en su intento de reconciliación sutil y metafórico de sus dos furiosi scrittori. Nunca lo sabremos.

viernes, 23 de octubre de 2009

Ciudad de Gallardón


Si trabajas por la llamada zona noble de la Ciudad de Gallardón, salir a comer puede ser toda una aventura. Si te atreves, mejor ir pensando en otras cosas para no mentar de continuo a a la madre del cordero, digo del regidor (se adjunta logo de Madrid 2020). Hoy toca el juego de las películas conexas. Ciudad de Dios, por ejemplo, de la que cada vez le separan menos cosas. También En construcción, ese bodrio vitoreado por los cinéfilos que van de modernos. Pero sobre todo Senderos de Gloria; imagino que voy sorteando las trincheras con riesgo inminente de caer en alguna zanja o de recibir una caricia de las grúas residentes.

La zona noble de la Ciudad de Gallardón se conoce también por barrio de Salamanca, ahora eviscerado y lleno de obreros que rebajan el nivel de tontería del lugar; algo hemos ganado. Y si se supera el Territorio Comanche (de esto no sé si se hizo peli, aunque sí hay libro) llegarás a tu destino: Casa Dani o el Cebreros, arroz con bogavante a 10 euros, incluyendo entrantes, bebida, postre y café. Al menos hoy, hemos ganado la batalla; mañana, Gallardón dirá.
























lunes, 19 de octubre de 2009

Paracaidistas en Mont Saint Michel

Una amable y anónima lectora nos sugiere contar algo del Mont Saint Michel, ya que ella no pudo ir (y mira que insistimos en que nos acompañara). De acuerdo.

El enclave es excepcional, y la edificación sencillamente admirable para los tiempos que corrían, allá por el siglo X. La vista desde el claustro es sobrecogedora. Pocas veces un nombre fue tan bien elegido: La Maravilla. Dicho esto, hay que avoir de la patience un montón, porque las hordas turísticas tienen tomada la localidad entera, y hay que abrirse el paso a codazos y escuchar a la muchachada ulular sin pausa.

El interés del lugar tiene que ver también con las mareas; alguien nos dijo que oscilaban a la misma velocidad que un caballo al galope. El símil es tan hermoso que me importa un bledo si es cierto o no. En todo caso, no se te ocurra dar un paseo o dejar el coche sin tomar un mínimo de precauciones informativas, porque va en ello tu vida.

Ya al salir, mientras íbamos hacia el coche, vimos a un avión nodriza parir una docena de hijitos paracaidistas; la imagen era tan inusual y plástica que C. -normalmente comedida a la hora de apretar el botón- no paró de hacer fotos. La mamá aeronave pasó de puerperios, dio otra vuelta y volvió a soltar otra camada. Y otra más. Tenía su punto la escena, aquellos hombrecillos cayendo, con ese fondo nublado y un vago recuerdo de guerras y desembarcos.

martes, 13 de octubre de 2009

De vuelta

Tenía que haber escrito esta reseña hace tres semanas, después del viaje a Bretaña. Pero fui succionado por la realidad académico-laboral y...Hasta ahora. De vuelta, sí, aunque no sé bien de qué ¿De un viaje? Pero si todos los días emprendo uno, aunque sea mental ¿De todo, entonces? Espero no estarlo nunca y dejarme algo, siempre.

Viajar a Francia nunca defrauda, tampoco a Italia (bueno, eso será hasta que te topes con el Merlusconi en su dominio de Cerdeña, te dices). Así, vimos decenas de hermosísimos castillos, pero el único inolvidable de verdad fue el de Montaigne. Se encuentra cerca de Saint-Emilion, un precioso pueblo en plena zona vitivinícola de Burdeos. Allí, me acuerdo bien, le pregunté a una joven y educada mademoiselle que estaba informando sobre la cosa turística: Où est Montaigne? Y la tía va y me dice que nada de Montaigne, sino Montagne -que es otro pueblo distinto-. Le pregunto si ha oído hablar alguna vez de Michel Eyquem de Montaigne, autor de unos ensayos memorables y escritor francés de primer rango, y me dice que ese quién es. Sonrío y me digo que no puede ser verdad. Pero sí: desconocía todo sobre el bordesano.

Uno, en su naïvité secular, piensa que no se trata siquiera de haberse leído los susodichos ensayos, pues es tarea ardua y exige algo más que constancia. Pero mon dieu, ser francesa y mayor de edad, supuestamente no analfabeta y no saber quien es Montaigne...Supongo que el equivalente es que un español con relativas luces no sepa quien es un tal Cervantes.

Total, que con esa congoja en el alma (la de pensar que era yo el que estuve confundido todos estos años, y que nunca existiera Montaigne), nos dirigimos como mejor pudimos al castillo del escritor cuya obra más conocida era libro de cabecera del maestro Orson Wells, sin ir más lejos. Y allí visitamos la torre donde el escritor dormía, recibía, escribía. El resto del castillo es a día de hoy propiedad privada; pero alcanzamos a divisar el paisaje -digo yo que algo cambiado- que también vería Montaigne, con todo el poder de evocación intacto. Al fondo, costaba encontrarlo, se hallaba el castillo del gran amigo de Montaigne, Étienne de la Boetie, a cuya muerte fueron escritas algunas de las frases más hermosas que sobre la amistad uno ha leído.