domingo, 27 de febrero de 2011

También en una ciudad como Madrid puede uno apercibir que la primavera está llamando ya a la puerta. Ayer, cruzando la calle Corazón de María en busca de una terraza, vimos un almendro en flor, bellísimo. Estaba escoltado por unas flores amarillas (cuyo nombre desconozco, como casi todo en botánica), que parecían tranquilizarlo diciendo: "Tú tranquilo, dedícate a hermosear y florecer que ya nos ocupamos nosotras de lo demás".


Hoy hacía también sol, así que me fui en bici hasta la Casa de Campo. A la vuelta, enfilé el paseo por el Manzanares legado por nuestro faraón, Gallardón I. Cuando hago ese recorrido, siempre tengo sentimientos ambivalentes: por una parte agradezco al alcalde que haya convertido una zona antes lamentable y gris en un lugar de ensueño. Por otro, pienso que es inmoral que esa obra (y otras más, claro) hayan generado una deuda de 8.000 millones de euros, que va a tener hipotecado a cualquier equipo municipal que suceda al castizo hijo de Ra.


En fin, hablábamos de la primavera. Mientras pedaleaba, iba mirando a los lados y veía árboles con los primeros brotes, y cómo el sol espejeaba radiante en el Manzanares, de forma que si uno se abstraía un poco podía pensar que tenía al lado una lengua de mar bañada por un sol maravilloso. En esa tesitura, no era difícil sentirse profundamente alegre; yo lo demostré silbando y canturreando sin cesar.

La primavera acaba por llegar siempre a su cita anual, queramos o no. Lo difícil es conseguir que nos invada también por dentro, y deje un aporte duradero de luz y savia nueva.

En esas estamos.