jueves, 25 de febrero de 2010

Insultar con clase

Insultar puede resultar un placer (y en este sentido, constituirá un eficaz remedio frente a la anhedonia), siempre que se haga elegantemente. Y no hay mejor insulto que la indiferencia, me parece. Viene esto a colación porque se ha puesto de moda entre nuestros políticos el insulto. Pero no cualquier insulto, sino aquel que resulte más soez y zafio. Así, nuestra Cólera de Dios autonómica dijo el otro día sin darse cuenta que el micrófono estaba todavía abierto lo del "hijoputa" aquel. Hala, así, tal cual. Si por lo menos hubiera utilizado el cervantino hideputa. Pero no, uno se la imagina poniendo esa cara con sonrisa forzada de marquesa del barrio de Salamanca y diciendo lo que realmente le ocupa el pensamiento: "el hijodeputa ese". Claro que unos días después, como para ratificar que en su caso todo gira en torno al insulto, le preguntó despectivamente a un asustado correligionario: "¿Pero cómo puedes autorizar esa puta mierda?" Lo siguiente será que la llamen para ocupar un sillón en la R.A.E.

El otro sujeto insultante de la semana fue Chemari Aznar, ese Demóstenes. Lo suyo fue, sin embargo, un insulto sin palabras. Desenvainó su dedo medio (gesto más bien anglosajón, pues un mediterráneo de pro habría sacado la cornamenta latina, constituida porl índice y meñique), y dirigiéndose al juvenil personal con su mirada bigotuda pensó (que no dijo) "Ahí os den pol culo", o algo muy similar.

Esos insultos, tan evidentes y vulgares, son en realidad un insulto...a nuestra inteligencia. Por pequeña que sea.

Nuestros políticos patrios, ya que no sirven para nada excepto para encabronarnos, deberían aprender al menos a insultar con elegancia. Leamos, y que sirva de lección para la futura generación de políticos españoles (ya que con los actuales poco más se puede hacer) qué le espetó recientemente el antieuropeísta británico Nigel Farage al presidente sosainas de la Unión Europea, Von Rompuy: "Vd. tiene el carisma de una bayeta húmeda, y el aspecto de un pequeño empleado de banca". Chapeau.

viernes, 19 de febrero de 2010

Anhedonia

Curioso palabro el de anhedonia. Suena a isla griega, pero no. Es el síntoma mas evidente de la depresión profunda. La incapacidad absoluta de experimentar placer, sea éste sensual o sexual, intelectual, o artístico. La muerte en vida.

Es posible que alguna vez estuviéramos cerca del abismo, pero siempre hubo algo por lo que creímos que merecía la pena seguir viviendo. Una voz amiga, el sexo, un amor, aquel libro, esa música...Russell decía en su imprescindible Conquista de la felicidad que nada como tener intereses variados para disfrutar de una vida plena, realizada. Aún así, llegado el caso en el que la Parca -manifestada a través de su avatar depresivo- quiera intimar con nosotros, será difícil ganar la partida. Somos tan frágiles, quizá porque estemos hechos del material con el que se tejen los sueños.

¿Y qué le da placer a la gente? Unos dirán que el fúrgol (última creación de la compañera pijo-paleta de C.); otros, que un buen cocido. Algunos que el sexo. Otros que leer, o jugar al mus, escuchar a Belén Esteban, o contemplar un esturión desovando. Quiero decir que debe haber tantos placeres como personas. Pero tiendo a pensar que cuanto más curioso y abierto es uno, mayor la colección de placeres. No sé si me explico.

Por cierto, escribir es un placer digamos inverso. Casi nunca satisface del todo el resultado, como diría Jules Renard siempre à la recherche du mot juste...

Nostalgia de Sangri-la

Si bien aquel niño era travieso y enredador, podía pasarse también las horas leyendo en perfecta calma los libros que encontraba en la biblioteca de su padre. Así le ocurrió con la colección Argos: Dime cuéntame, Dime cómo funciona, Dime quién es, Dime porqué...Los leyó todos, y algunos varias veces. Pero sentía predilección por una entrada del Dime dónde está, aquella que contaba la historia del Palacio del Potala, la residencia del Dalai Lama en la legendaria capital del Tibet. La poca o mucha imaginación que a partir de entonces tuviera, se la debería a aquel dibujo del maravilloso edificio y a su sucinto y revelador texto, no más de veinte líneas.

Con los años, su pasión por el Tibet no disminuyó. El niño, que ya era adolescente, seguía leyendo todo lo que caía en sus manos sobre el tema, fuera o no inventado (así, creyó a pies juntillas que El tercer ojo había sido escrito por un verdadero lama tibetano, para descubrir más tarde que su autor -Lobsang Rampa- era en realidad el seudónimo de un fontanero británico, eso sí, dotado una portentosa imaginación). Luego fueron los libros de fotografía, los Siete años en el Tibet o el Libro Tibetano de los muertos. Viajar un día al Tibet y quién sabe si seguir los pasos de Heinrich Harrer, ese sueño se había instalado de forma estable en el almario del joven.

Pero un buen día el sueño del Tibet se truncó. Para qué ir, si resultaba que el país invasor había decidido acabar con cualquier vestigio de la milenaria tierra tibetana y convertirlo en una deshumanizada provincia china más.

Años más tarde, el joven que ya era hombre empezaría a firmar cartas para que sacaran de la cárcel a presos tibetanos, detenidos, torturados o violados por los continuadores del legado uniformador de Mao. Y hace bien poco recibiría el golpe de gracia a lo que una vez fue un sueño hermoso: la salida humillante del Dalai Lama por la puerta de atrás de la Casa Blanca, entre bolsas de basura, para que el gigante amarillo no se sintiera demasiado ofendido por la recepción de un Obama que día a día nos quita la ilusión de otro sueño, el de un mundo algo más justo.

domingo, 7 de febrero de 2010

La abubilla de Amherst

No sé cómo será una abubilla, pero todo caso estaremos de acuerdo en que el sobrenombre es algo cursi. Llamémosla pues, simplemente, Emily Dickinson.

Hace unos años, y siguiendo las indicaciones de T., me compré una antología bilingüe de E.D. No entendí nada, ni en inglés, ni en castellano. Los poemas me parecieron inasiblemente místicos, incomprensibles. Así que aparté rápidamente ese cáliz de mí, pensando que igual no estaba preparado para asimilar poesía tan elevada.

Hace unas semanas, y gracias a los descuentos que le hacen a M. en la librería Bertrand, me hice ávidamente con unos cuantos libros, entre ellos una selección epistolar de la Dickinson a cargo de Nicole d'Amonville. A ver si por la vía de las cartas me entra la de Amherst, me dije (ya me pasó con Byron, que no me interesa como poeta pero sí como cultivador de lo epistólico). La introducción de Amonville engancha -la verdad, más que las propias cartas-, y permite hacernos una idea de la personalidad de E.D.: muy influida por la figura de un padre autoritario y a la vez respetado; la religión y el fenómeno de la conversión como constante social de la época; un espíritu sensible e independiente, que terminará por recluirse -casi 30 años- frente al mundo, revestido de un blanco material muy significativo.

Un bicho raro, la de Amherst. Aunque a veces consigue despertar nuestra ternura. En su última carta, sabiendo ya que su muerte es inminente y que prácticamente está llamando a la puerta, escribe a las queridas primas Norcross,

Primitas:

Me reclaman

Nada que ver (o sí), pero esas palabras nos llevan a otras, las que guardaba en el bolsillo Antonio Machado y que a la postre serían su último (y hermosísimo) legado: Estos días azules y este sol de la infancia...




miércoles, 3 de febrero de 2010

Un año sabático

Con la lectura sobre el cierre de El Bulli y las vacaciones que se tomará el Adrià durante dos años, vuelve uno a fantasear con esa idea de tomarse un año sabático. O, qué demonios, porqué no un quinquenio lustral. En esto, y en contra del dictum vanderohiano ("less is more"), cuanto más mejor.

Al respecto, se me ocurre que: 1) sabático debe venir de sábado, el mejor día de la semana; 2) a quién no le gustaría romper con la rutina, con los horarios y sobre todo con los pelmazos, a los que estamos obligados a aguantar tantas horas al día. Aunque sea para hacerse con otra rutina, con otros horarios, con otros pelmazos...3)en la Ejpaña de mis entretelas hay que echarle valor para tomarse un año sabático porque eso está mal visto: si así pecas, a tu regreso tendrás muchas más dificultades de las ya existentes -y ya es decir- para reengancharte en la cosa laboral, salvo que tu papá sea el dueño de la empresa. Y 4) el años sabático sólo se lo pueden permitir algunas minorías, los happy few: ricos o funcionarios, mayormente.

Yo pequé, o casi. Un par de veces. La primera, hace ya bastantes años. Me despedí, y me tomé nueve meses libres. Gracias a eso pasé unos meses en Axterixland y mejoré mi pauvre français. Gracias a eso conocí a nuevas gentes y parajes. Gracias a eso me pegué un viaje en coche -déjate de rutas 66- hasta casi Dinamarca, en el viejo Opel Ascona. Gracias a eso, en definitiva, me sentí de nuevo libre y me reciclé por fuera y por dentro. Percibí que era una medida muy higiénica...

La segunda vez que sabateé, fueron casi seis meses. Ocurrió hace bien poco. Lo gracioso es que no lo elegí yo, sino los ineptos que me recolocaban en Madrid. Al no saber con seguridad en qué momento empezaría, me autoconvencí de que tenía que moverme poco, no fuera que me llamaran de un día para otro. Y aunque ahora me arrepiento por no haber hecho de mi capa un sayo, me dio tiempo para mirarme bien el ombligo y ocuparme de menesteres más o menos lúdicos.

En todo caso, vuelvo a estar preparado. Que alguien me diga el qué, el cómo y el cuándo y estaré dispuesto para tomarme otro tiempo sabático. O incluso dominical.