El comienzo del viaje a Bulgaria no fue demasiado halagüeño, pues no sólo me advertía la guía sobre un país sórdido y peligroso, sino que mi compañero de asiento en el avión que nos llevaba a Sofia (vigilante en un puticlub de Valdemoro, para más señas) me advirtió sobre sus mafiosos compatriotas. Y si añadimos el intento de estafa del taxista en el trayecto del aeropuerto de Sofia al hotel, puede comprenderse que me hiciera la filosófica pregunta, ¿Pero quién carajo te mandó venir aquí, hermano?
Afortunadamente, la realidad se encargó de disipar el ominoso comienzo. Sofia tenía sus encantos: mezquitas, sinagogas, parques, calles; y podías comer y beber estupendamente por cuatro perras, digo leva. Los magníficos monasterios de Rila o Blachkovo, y esos popes ortodoxos que recordaban a Tólstoi. La excursión a la montaña Vitosha, junto a la ciudad, fue hermosa y épica (a pesar de aquel malaje que te recomendó tomar cierto camino en el que sólo te esperaba maleza, ortigas y sufrimiento). Y Plovdiv, la ciudad de Filipo, desplegaba sus encantos desde las ventanas del monumental hotel Trimontium, de estilo soviético-remozado. Ya en la ciudad, dimos con una mezquita preciosa -en la que sorprendimos a las mujeres rompiendo el ayuno del Ramadán-, y con los restos más que sugerentes del estadio y del anfiteatro.
Mi reconocimiento a la shopksa búlgara, la Zargoska, y a ses bon vins rouges. Algunos nos encantaron.
Con todo, lo mejor fue la compañía. En soledad, la de Anna Karenina y Vronski, que me tuvieron enganchado hasta que llegaron los amigos. Primero M., cuya reunión de trabajo nos sirvió de excusa para encontrarnos a unos miles de kilómetros de Ehpaña; y luego J. y P. Y con la compañía, las conversaciones y las risas: J. imitando a un japonés (¿cabreado?); aquel camarero que parecía escapado de la corte de Luis XIV, haciéndonos reverencias y con esos gestos ampulosos y exagerados...