viernes, 27 de agosto de 2010

Un bulgar viaje

El comienzo del viaje a Bulgaria no fue demasiado halagüeño, pues no sólo me advertía la guía sobre un país sórdido y peligroso, sino que mi compañero de asiento en el avión que nos llevaba a Sofia (vigilante en un puticlub de Valdemoro, para más señas) me advirtió sobre sus mafiosos compatriotas. Y si añadimos el intento de estafa del taxista en el trayecto del aeropuerto de Sofia al hotel, puede comprenderse que me hiciera la filosófica pregunta, ¿Pero quién carajo te mandó venir aquí, hermano?

Afortunadamente, la realidad se encargó de disipar el ominoso comienzo. Sofia tenía sus encantos: mezquitas, sinagogas, parques, calles; y podías comer y beber estupendamente por cuatro perras, digo leva. Los magníficos monasterios de Rila o Blachkovo, y esos popes ortodoxos que recordaban a Tólstoi. La excursión a la montaña Vitosha, junto a la ciudad, fue hermosa y épica (a pesar de aquel malaje que te recomendó tomar cierto camino en el que sólo te esperaba maleza, ortigas y sufrimiento). Y Plovdiv, la ciudad de Filipo, desplegaba sus encantos desde las ventanas del monumental hotel Trimontium, de estilo soviético-remozado. Ya en la ciudad, dimos con una mezquita preciosa -en la que sorprendimos a las mujeres rompiendo el ayuno del Ramadán-, y con los restos más que sugerentes del estadio y del anfiteatro.

Mi reconocimiento a la shopksa búlgara, la Zargoska, y a ses bon vins rouges. Algunos nos encantaron.

Con todo, lo mejor fue la compañía. En soledad, la de Anna Karenina y Vronski, que me tuvieron enganchado hasta que llegaron los amigos. Primero M., cuya reunión de trabajo nos sirvió de excusa para encontrarnos a unos miles de kilómetros de Ehpaña; y luego J. y P. Y con la compañía, las conversaciones y las risas: J. imitando a un japonés (¿cabreado?); aquel camarero que parecía escapado de la corte de Luis XIV, haciéndonos reverencias y con esos gestos ampulosos y exagerados...





































viernes, 6 de agosto de 2010

Español enriquecido

Con ese título -pensarán algunos, lógicamente-, la entrada de hoy irá sobre los Camps, Fabra y compañía. Pero no. Es algo mucho más prosaico y hermoso; el asunto va de cómo expresan la misma idea los hispanoparlantes de un lado y otro del charco.

La culpa de esta ocurrencia la tiene un libro que descubrí en el curro y cuyo destino natural era el contenedor de papel: "El español de España y el español de América. Vocabulario comparado". Ojeándolo, y hojeándolo, me cayó tan bien que decidí salvarlo e incorporarlo a mi biblioteca personal (definición hiperbólica para unos cuantos anaqueles en los que figuran unas docenas de libros). Razones como las que siguen me impulsaron a tomar tan filantrópica decisión:

España: pirulí
Argentina: chupetín
Uruguay: chupa-chupa

España: libélula
Arg.: alguacil
Colombia: matapiojos
México: caballito del diablo (coloquial: garaballo)

España: mirilla
Chile: ojo de pez
Venez.: ojo mágico

España: aburrido
Chile: latoso
Venez.: fastidioso

Por lo que se ve, las palabras no sirven sólo para mentir, obtener oscuros réditos y/o machacar al contrario. Las palabras permiten el milagro de expresar una realidad (o irrealidad) no maleada y maravillarnos con su encanto.

De profesión, palabrero. No me digas que no.