jueves, 31 de diciembre de 2009

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En estos días navideños he pensado mucho en Nostradamus, porque he recibido un par de extrañas y proféticas señales, como para irme acostumbrando a lo que sin duda será un 2010 diferente, incluso extravagante. Como la familia Wittgenstein.

1. Compro cuatro entradas por teléfono para los madrileños cines Principe Pío, para la sesión de las 22:00. Cuando llego a la taquilla de los cines, no consigo retirar las entradas con la tarjeta con la que he realizado la compra. Hablo con el personal del cine, que se pone en contacto con Servicaixa y me confirma al cabo de un rato: "Ha sacado Vd. entradas para el Principado de Asturias, concretamente Luarca". Debo poner unos ojos hiperbólicos, porque el encargado me da unas palmaditas en la espalda y añade, casi cariñosamente: "Aunque parezca extraño, a veces ocurren estas cosas. Hable Vd. con el banco y que le devuelvan su dinero, pero lo que es hoy no podrán ver la película. Está lleno".

2. Llegan R., B. y el pequeño P. en avión a Madrid, con mucho retraso (gentileza de nuestros controladores aéreos, que por lo visto deciden más que el Ministerio de Fomento), así que no llegarán a tiempo para tomar el tren de Chamartín a Medina del Campo. Me acerco con C. a la estación para solidarizarnos con ellos y buscar una solución. En Chamartín, la locura: retrasos generalizados, personal de Renfe al que preguntas y no tiene ni idea de nada, cambios de vía...Nuestros amigos llegan con la lengua fuera, pero consiguen entrar en el tren previsto porque sale con más de una hora de retraso. Fue una regresión a nuestro pasado más casposo y berlanguiano.

(Unos días después, envío una reclamación por escrito, muy currada, a los de las entradas. Me llaman y les digo que no tendré más remedio que llevar el caso por lo legal; mano de santo, se deshacen en genuflexiones telefónicas y además de devolverme el dinero me regalan otras cuatro entradas)



lunes, 28 de diciembre de 2009

La familia Wittgenstein

Acabo de terminar La familia Wittgenstein, de Alexander Waugh (nieto del famoso Evelyn, el de Retorno a Brideshead). Un libro apasionante y adictivo sobre una familia que no encajaría exactamente en el modelo preconizado por Mr. Rouco Varela, ya que en sus filas encontramos a suicidas, homosexuales y en fin, a gente muy promiscua y descreída.

Un padre autoritario y despótico y una madre gallinácea y sin personalidad, esa parece ser la fórmula para que los nueve hermanos fueran profundamente infelices la mayor parte de sus vidas. Tres varones se suicidaron, una de las hijas fue la secretaria-esclava del padre mientras vivió, Paul -que iba para gran pianista- perdió una mano en la guerra (aunque parece que siguió tocando, y con éxito) y Ludwig era el tipo más extravagante que uno se podía encontrar: no por haber sido involuntario compañero de pupitre de un tal Adolf Hitler (ver foto), sino por haber escrito una obra filosófica cumbre (el Tractatus logico-philosophicus) que al parecer no entendía ni él mismo; por pasar de todo y ponerse a trabajar de jardinero en un monasterio; y por no llegar el mismo a suicidarse en varias ocasiones apelando al adagio del tercer cuarteto de Brahms. Finalmente, murió de cáncer y obsesionado por el color, cual Goethe.

Los Wittgenstein se soportaban mal. Sólo había una cosa que les unía: la música. Cuando tocaban juntos, o con motivo de algún concierto organizado en casa (vivían en un fabuloso palacio vienés con salas dedicadas exclusivamente a ese fin) componían una familia perfecta y casapraderil. A aquellos conciertos asistían tipos apellidados Brahms, Mahler, Schumann o Strauss. Y también alguien llamado Sigmund Freud, al que suponemos desbordado por el trabajo que le daría aquella familia, un tesoro para el psicoanálisis.

El libro recuerda al estupendo El mundo de ayer, de Stefan Zweig (otro suicida, por cierto). Es decir, la Viena finisecular y lo que quedaba por venir: la caída del Imperio austrohúngaro y el fin de "la edad de oro de la seguridad". Y hasta ahora.






Vasili

Casi como en el relato de Monterroso, cuando llegué Vasili todavía estaba allí. En la cocina, pintando. Habían cambiado la caldera hacía tiempo y después de tapar los agujeros, faltaba darle un poco de lustre.

Vasili es ucranio o ucraniano, que lo mismo da. De Kiev. Lleva años en España y trabaja en lo que sale, un baño roto por ahí, unas manos de pintura por allá. No habla mucho castellano pero se hace entender. Le miras a los ojos y encuentras en su mirada una mezcla de dureza, tristeza y ternura. La conexión eslava, piensas.

Vasili acaba de terminar la faena, que parece perfecta. Y encima ha dejado la cocina más limpia y ordenada de lo que estaba cuando entró. Igualito que la otra faena, la que te hizo hace tiempo el Tío Vinagres en la casa de Vallecas: cuando terminó de pintar se largó y dejó la casa que parecía territorio comanche. No protestamos porque al Tío Vinagres mejor no decirle nada, su mirada no era eslava sino más bien de Puerto Hurraco. Era un gran pintor de brocha gorda, pero daba miedo. Entre otras barbaridades, se decía que su mujer era a la vez su hermana y que por eso la hija había salido así de horrenda.

Vuelvo a Vasili. Le ayudo a bajar los trastos a la calle, mientras viene su compañero a recogerle en coche. Hace mucho frío, yo voy con el plumas y él con camiseta y poco más. "Menos quince grados hoy Kiev", me dice. El compañero se debe haber extraviado porque llevamos una hora esperando y no aparece. Voy camino de convertirme en puro carámbano, pero me digo a mi mismo que debo seguir ahí. Con Vasili, mon semblable, mon frère, al que nunca más volveré a ver.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Ahí está la puerta

Uno no simpatiza con los nacionalismos pero los asume, siempre que no sean violentos. Y es curioso que en territorios donde necesidades digamos más urgentes acucian (qué rayos querrá decir acucian), esa -la de los nacionalismos- es una cuestión que suena tirando a marciana.

Últimamente sale mucho en los medios un señor apellidado Laporta (se nos ocurre que en la estructura profunda saussuriana vendría a significar "Ahí está la puerta"), al que los unamunianos hunos y otros glorifican o denuestan hasta la saciedad (¿o era suciedad?). En todo caso, a mí el tipo no me cae mal, digo yo que tiene derecho a tener las ideas que quiera y a emborracharse en una discoteca si le peta. Aunque sea presidente de algo más que un club.

Hoy he tenido que leer dos veces la entrevista que trae El país para creerlo. Hay unas cuantas frases que en manos del Wyoming o de Buenafuente podrían dar mucho juego. Una es la de "Están matando a Cataluña y tenemos que reaccionar" y la otra, interpelado sobre la cuestión del referéndum, cuando afirma que "No me cabe en la cabeza que alguien vote en contra". Yo no sé si había ingerido alguna sustancia psicotrópica en el momento de la entrevista, pero si de verdad ha sido sincero (pues no es descartable que haya pretendido echar más leña al fuego y atraer a algún incauto a la hoguera nacionalista), creo que se lo tendría que mirar. Lo que no sé es dónde, si en el loquero (para que le quepa en la cabeza que lo normal es que haya tantos asuntos como opiniones) o en la guardería (para estar con personas de su mismo nivel analítico).

Ay dios, si es que los sacas del fúmbo y sólo dicen (más) tonterías.

martes, 8 de diciembre de 2009

De pelotaris y otros níscalos

Hubiera seguido leyendo las Lecturas no obligatorias de Wislawa Szymborska ("Sólo lo estoy leyendo-un libro sobre bichos semidesconocidos- porque, desde pequeña, me produce placer acumular saberes innecesarios"), pero habíamos reservado para cenar. Claro que si llego a saber que el secreto menú-degustación incluía bacalao y manitas de cerdo, hubiera practicado el ayuno (voluntario).

Menos mal que después de la indigesta cena pudimos novelar un poco. El argumento estaba ahí mismo, una tertulia con el micólogo y el pelotari, el uno defendiendo el derecho a un consejo regulador de la seta soriana mientras despotricaba contra los catalanes que esquilmaban el rovellón de la zona para venderlo en tierra estatutaria, y el otro enseñándonos la cesta de mimbre con la que detenía la bola a 200 kilómetros por hora, para volver a lanzarla contra el muro a igual velocidad.


En un momento dado, el pelotari -seguramente envalentonado por el alcohol que ahí se trasegaba- propuso al micólogo (y dueño de la casa rural) practicar un poco la cesta punta, en vez de con pelotas homologadas, con castañas. La cosa tenía su poesía, digamos rural. Y hubiera estado bien, para dar un final curioso a la novela que estábamos viviendo (Trapiello: por doquiera que va, lleva el hombre su novela), pero el temor a la rotura masiva de cristales hizo que no prosperara la moción.


Si nos hubiera acompañado la Szymborska, hubiera tomado nota de las setas saprofitas y su acción en el ecosistema de Gredos. Pero como no asistió, aquella conversación quedará en el limbo literario, y sólo estas líneas profanas podrán recoger, insuficientemente, todo ese saber innecesario.