lunes, 28 de junio de 2010

Un cuento breve

Mientras tomamos café en el Mercado de la Paz, C. me cuenta su historia.

Resulta que todas las mañanas, alrededor de las siete y media, dos gorriones se posan en el alféizar de su ventana. El macho golpea varias veces con el pico, como diciendo "Ya estamos aquí, venimos a por lo nuestro", y la misma C. o su pareja abren la ventana y depositan en el alféizar unas migas de pan. La operación, dice C., hay que realizarla con muchísimo cuidado, porque cualquier cosa -un exceso de rapidez en la apertura de la ventana, un golpe casual- puede asustar a los gorriones y hacer que se vayan -nunca mejor dicho- volando.

Me pareció un cuento casi zen, preciso y precioso.

Hay un poema de J.E. Pacheco ("Tres y cinco") que también habla de un pájaro y de su relación con los humanos: se presenta todos los días a las tres y cinco, pero no busca comida sino tal vez compañía. El final también inspira ternura:

"Tal vez por la simple inercia de contemplarnos
siempre sentados a la mesa a una misma hora
poco a poco se ha vuelto como nosotros
animalito de costumbres."

Y es que como dijo el mejicano eso somos, aunque nos pese o intentemos cambiarlo: animalitos de costumbres.

jueves, 24 de junio de 2010

Surrealismo


Uno siempre ha tenido una relación algo ambigua con esto del surrealismo. Quiero decir que por un lado -la transgresión, la estética de sus propuestas, la crítica al poder conservador y clerical de la época- siempre me ha atraido. Pero por otro -señoritos y/o hijos de papá sin nada mejor que hacer, banalidad- me ha provocado cierta aversión.

También que alguno de sus eximios representantes -léase Salvador Dalí- se arrimó siempre, desde su pretendida genialidad, al sol que más calentaba. Incluído el franquismo.


El caso es que, viendo la exposición de la Fundación Mapfre ("La subversión de las imágenes"), compruebo que esa sensación de ambigüedad continúa. Algunas imágenes, bellísimas, suscitan en el espectador algo parecido a un fogonazo: El violín de Ingres de Man Ray (ver imagen adjunta: o cómo obtener una fotografía inolvidable añadiendo unos simples ribetes musicales a la hermosa espalda de Kiki de Montparnasse), o las del París de noche del húngaro Brassaï (según los entendidos, se encuentran entre las mejores fotografías de todos los tiempos). Pero al mismo tiempo, las clásicas tonterias dalinianas tipo esculturas automáticas, o cómo doblar un billete de metro y bautizar la gesta con un título artístico. Y luego, esas películas para épater les bourgeois. No sé...Hay un algo de falsedad en todo ello, de pose, de no-arte que le pone a uno en guardia.


miércoles, 23 de junio de 2010

Mejorismo nacional

Semos el país de los mejores en todo, y ay de ti como se te ocurra negarlo; que si la roja (y a las primeras de cambio nos zumban los suizos); que si la comida (oído a un grupo de turistas ehpañoles en Praga: "donde esté un buen pincho de tortilla que se quite lo demás"); que si nuestras playas, linces ibéricos, zapatos, cervantes, gambas a la plancha...

La lista es interminable. A mí el hecho en sí me parece incluso tierno, porque en el fondo denota que somos unos acomplejados.

Una variante de este rasgo tan nuestro es pensar que a lo que nosotros nos gusta debe dársele también rango objetivo y público de inmejorable: nuestro escritor favorito, aquella película, o las croquetas de mi madre; ay de ti como no reconozcas que son las mejores.

A mi no me parece mal todo esto -ya digo, me despierta un poco de ternura-, pero me toca las narices cuando el comentario se cubre de solemnidad y de academicismo casposo.

Así las cosas, leo en una placa de la Universidad Carlos III en Leganés que el edificio está dedicado a Juan Benet, "el mejor escritor, en su faceta de novelista y ensayista, de la segunda mitad del siglo XX". ¡Toma ya!. Nos gustaría conocer al cráneo privilegiado autor de la ocurrencia y decirle que una cosa es lo que le guste a él (y por supuesto, le puede gustar el coñazo del Benet, o hasta el mismo Dan Brown), y otra bien distinta es tener la jeta de escribir esa especie de verdad absoluta que pocos podrán discutir, porque nadie (o casi nadie) leyó jamás a Benet, y el que lo hizo cabalmente nunca se atrevería a afirmar cosa semejante. Salvo Javier Marías, claro.