domingo, 21 de octubre de 2012

Diario de otoño

                                                      

Mi querida C. me envía unos relatos para que le de mi opinión. Es jurado de un concurso literario que exige, para poder participar, la inserción de una determinada palabra en el texto. Mal empezamos: diríamos -si fuéramos expertos en comercio- que con barreras de entrada. Claro que están los libros juguetones del Oulipo, en donde no aparece la "a", o aquellos otros que exigen palíndromos sin tasa, o cuarenta variantes sobre el mismo tema (Queneau y sus "Ejercicios de estilo"); pero esa es otra historia. En fin, leo relatos forzados (¿o serán forzosos?), en el que la palabra exigida aparece veinte veces, y otros en los que figura casi anecdóticamente; casi todos son rematadamente malos. De diez leídos me quedo con uno o dos a los que premiaría sin sentir vergüenza, no sé si propia o ajena.

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Ayer repasé con M. todos y cada uno de los ministros del gobierno. No se salvó ni uno. El que no era idiota declarado, era un bocachancla o un ultramontano; y la que no mostraba maneras de meapilas, era una incompetente de cuidado. Todo ello rematado con un presidente (me niego a escribirlo con mayúsculas) inoperante, huidizo, y que se fuma puros mientras pasea por una avenida de Nueva York mientras la comitiva lacayuna le ríe las gracias.

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Aparco en doble fila. Le doy de refilón a un coche, y veo a través del espejo retrovisor que hay alguien dentro, en el asiento del conductor. Bajamos ambos del coche, y después de escucharle un rato -pero hombre, con todo el sitio que había, mira lo que has hecho (apenas un rasguño, todo sea dicho)- le respondo que toda la culpa es mía y que firmo lo que sea menester. El buen hombre se me queda mirando, como si esperara un poco más de bronca, y acaba por hacerme un señal que indica que todo está bien.

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Después de leer los inolvidables diarios de Tolstoi, nada más lógico que enfrentarse a los de su mujer durante casi medio siglo, Sofia Tolstoia. Llevo veinte años de su vida puestos en blanco y negro (aunque hay años en los que no escribe, o en los que apenas hay una entrada) y todo se resume en una palabra: amargura. Parece no disfrutar de nada, teniéndolo todo (cultura, hijos, tierras, casas, títulos, visitantes, si bien no todos interesantes). Espera de Tolstoi un amor constante, íntimo y exclusivo; cualquier desavenencia conyugal o un alejamiento puntual (el conde viaja bastante por la zona), convierte su vida en algo desgraciado. No debió ser feliz, y al final pasó lo que pasó. Y comprendemos que, si no es fácil vivir con cualquiera, la vida con alguien tan genial y contradictorio como lo fue Tolstoi exige distancia y sobre todo un humor a prueba de bombas.

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El otoño ha entrado, también en el ánimo. 





2 comentarios:

  1. El otoño sin duda ha entrado para quedarse...

    The falling leaves drift by my window
    The falling leaves of red and gold
    I see your lips the summer kisses
    The sunburned hands I used to hold

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  2. ¡Pero Autumn, no queda claro si son las hojas del otoño o es que el otoño se nos va!

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