lunes, 5 de noviembre de 2012

Diario de otoño II



Nos han vendido la presunta importancia de la caída del caballo de Pablo de Tarso, pero nada nos dijeron de la de Montaigne, a todas luces más trascendente. Sin esa caída, a los 35 años, el Señor de la Montaña quizá no hubiera escrito uno de los libros capitales de la cultura occidental. Es a partir de ese momento en el que constata en primera persona la fragilidad de la vida, la omnipresencia de la muerte y la banalidad de los humanos asuntos. En definitiva, Michel Eychem de Montaigne siente  la necesidad de retirarse de la vida pública, sintiéndose interpelado -sin él saberlo- para resucitar de forma insuperable el género del ensayo. Por lo demás, su caída del noble equino no sólo dará lugar a uno de los capítulos más potentes del libro, sino que estará presente en el propio proceso de escritura (así, sus pensamientos serían como "un caballo desbocado").

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Siempre que voy a El Aleph salgo confortado. No me refiero a la lectura del relato de Borges (que también), sino a esa librería de Ferraz donde uno encuentra siempre lo que busca y, lo que es más importante, también lo que no buscaba pero que le estaba esperando sin saberlo. Y como quien atiende es gente leída (recuerdo ahora que fui hace poco a la FNAC y pregunté por un libro de Jorge Edwards; tuve que escribírselo al vendedor que me atendía porque ni le sonaba), uno siente algo parecido a la alegría cuando comprueba que puede hablar y escuchar en un idioma común. El de los libros. 

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La dictadura de los niños (o de los padres, seguramente peor educados que ellos): uno va a una exposición y tiene que asistir al llanto, griterío y correrías de esos locos bajitos (Serrat dixit), sólo porque los padres no tienen con quién dejarlos y/o porque luego quieren darse el pisto de que han estado viendo la exposición tal o cual. Si este fuera un país serio, a esa gente habría que echarla del lugar, de la misma forma que habría que sacar de las orejas a los pasajeros del tren que se pasan el rato molestándonos con conversaciones que no nos interesan (y que, dicho sea de paso, son de lo más idiota que uno pueda escuchar).

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Ni completa soledad ni constante compañía, sino el justo medio (que vaya Vd. a saber dónde se encuentra).  

4 comentarios:

  1. Zuazu, ¿Qué pensaría Montaigne del matrimonio homosexual?

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  2. No sé. Le preguntaré a su caballo.

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  3. Zuazu, te veo muy extremista en cuanto a los niños y a las conversaciones de los trenes. ¿Qué pasaría si dos pasajeros hablaran de sus niños y de lo aburrida que había sido la exposición?
    Como diría Javier Krahe: la hoguera, la hoguera, la hoguera.


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  4. No sé. Si hablan entre ellos en el vagón y en voz baja, no me importa. Si lo hacen por el móvil y en voz alta durante un buen rato (que es lo usual), deberían desembarcarles allí mismo, aunque fuera en plena llanura albaceteña. Así aprenderían.

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